Segundo
movimiento.
Réquiem
Mozart.
Kirye
Del cruel amanecer
El coro abre la que será una cruenta mañana.
Chocan las espadas, resuena con ellas el
trombón, el griterío de los hombres casi aturde a los violines, el olor a
humedad y sangre impregna las
fosas nasales de los caballeros
que batallan en aquella planicie abandonada, arrastrándose por el barro. El
sonido del metal ensartando la envoltura
que salva guarda el poderoso espíritu, la carne resquebrajándose, escupiendo el
calor viril que da movimiento a aquellos
seres empedrados en ropajes casi desvencijados, semi cubiertos de un metal
oxidado en el que confían sus vidas. La terca estupidez humana.
Los alaridos de dolor se entrecruzan con los suspiros de un
íntimo violín que ya suena junto al coro
y trombón…el tormento que acompañara a los hombres en su epopeya…en su fin.
Entonces cada movimiento se convierte en una
súplica, la súplica en dolor, dejando paso a la soprano que atrae la luz
perpetua del amanecer. Las nubes huyen despavoridas, el agua que durante la
noche a convertido el campo de batalla en un cúmulo de meandros toca su fin.
Las espadas golpean hastiadas, pero el
ánimo de los caballeros no flaquea y les impide retroceder de la eterna lucha.
La violencia que lo envuelve todo en una vorágine de locura que abotarga la
razón de los hombres. Las cuerdas, el aire y las voces se entrecruzan. Todo en
una mezcolanza de arena, sangre y odio.
Un hombre que cae, otro que se levanta, espada
contra espada, el azuzar de sus ropajes, el barro que ralentiza el
movimiento…el trombón de nuevo, que despierta huracanes de ira, la sangre que
baña el campo batalla de un color carmesí y el hombre victorioso que es
atravesado por una lanza, seccionándole la piel, cortándole los tendones y el poco cartílago
que le recubre el corazón. El portador de la lanza continúa con su
baile…errático como si otra muerte más no fuese si no parte de su coreografía.
El violín solloza solo, aunque no tardan en acompañarle el griterío de los
soldados farfullando el apodo del caballero de la lanza. ¡¡¡Lug…Lug…Lug!!! No
es su nombre pero todos le conocen así,
por la primera inicial de cada uno de sus apellidos.
Lope Uriarte de Garmonegro así es como se
llamaba, aunque a excepción de su familia nadie le conocía ya por ese nombre tan engorroso. Tampoco sabían
mucho de él, tan solo lo que contaban las leyendas. Era feroz con la espada,
jamás había sangrado, había llevado a la orden de los caballeros pardos a lo
más alto, se decía que nada le gustaba más que la guerra, que el olor a
sangre…nada más que ver su arma bañada de ese burdeos que embotaba a los
hombres llenándoles de vida. Pero sobre todo era imparable con la lanza,
empalaba, decapitaba y se movía con una gracilidad jamás vista en un hombre…si,
así es como se llamaba.
Lug el de lanza llameante.
Más fue el caballero al que todos llaman
Lug el que decidió desvencijarse de su
atalaje, sirviéndose de reclamo para el resto de huestes bárbaras.
Unos movimientos sinuosos, agiles y elegantes
introducen a este en un estado de trance. Su cuerpo bulle desnudo, tan solo
acompañado de su allegada lanza. Marrones, rojos y grises inundan sus retinas. Golpea a los hombres haciéndoles trastabillar. Una esquiva más, un
golpe certero en los ojos, un grito amenazador contra él. La espada que se
levanta con la fuerza de un yunque pero con la destreza de un elefante. Para
Lug, todo forma parte de la misma
ceremonia. Ensartar…decapitar…bailar.
Las espadas pasan lejos de su cuerpo blandiendo el aire, su lanza describe
círculos imposibles golpeando a sus enemigos... La pica que atraviesa la
yugular, los remojos que tiznan de rojo a un hombre sumido en un éxtasis
visceral.
Ahora bien. No fue hasta mucho después, que el
mundo decidió detenerse, dejando a los combatientes sumidos en un estado de
parálisis, que les hizo perder la razón, convirtiéndolos en rocas. Solo uno,
nuestro campeón era capaz de moverse todavía, solo él conservaba la cordura.
Desconcertado, recogió cada retazo de su atalaje. Fue entonces cuando se
percató de su presencia, monstruosa, aterradora. Una extrañeza oscura cubierta
de acero que deambulaba no muy lejos de donde él se
encontraba. Su robustez era dos veces la
de Lug. La poca luz que ya traía el amanecer era absorbida por su armadura,
negra como el azabache. Pero sin duda alguna lo más portentoso de todo, eran
los cuernos que dominaban gran parte de su cabeza. Similares a los de un toro y
que no tenían que ver nada con un yelmo.
Nacían de su rolliza nuca.
Fue
acercándose con cautela hacia aquella rareza oscura. Con el arma en prevengan y
el corazón inserto en un puño. No era fácil de asustar y sin embargo ese ser lo
había conseguido. Lug miraba a los
hombres que yacían tirados en el fango, tocaba a los que seguían petrificados.
Su voz fue lo primero que se escuchó desde que el mundo se detuviera.
― ¿Quién eres? Le pregunto; no, sin que el
vello se le erizara un poco más. Nunca había visto nada igual. ¿Un toro sobre
dos patas?
La bestia giro sobre si misma al oír la voz del semejante. La cabeza de
león tallada en el pecho eran los únicos rasgos destacables.
― ¿Quién eres? Volvió a farfullar. La
presencia lo busco con la mirada…la risa voraz de la bestia acongojo a este
todavía más y sin embargo seguía sin
saber a qué diantres se enfrentaba.
Un momento después su voz inundo los
pabellones auditivos del caballero.
― ¿Es que no me conoces?
Una alerta inesperada soltó el resorte que
mantenía la mano fuera de la espada. Entonces agarro la empuñadura con
violencia.
― ¿Es que no me conoces? Volvió a preguntar, visiblemente
más irritado.
La hoja que refleja la luz del amanecer al
despojarla de la vaina que le da cobijo, un hambre insaciable embota la hechura
del acero, el puño de Lug blande con más fuerza la empuñadura, el corazón le
golpea el pecho avivando la llama de la ira. El veleidoso Kirye apremia a
nuestro héroe a lanzarse encolerizado sobre aquella extrañeza opaca. Demasiado
lento... Demasiado torpe... para la veloz presencia.
El dolor que despierta los sentidos, la espada
que atraviesa el pecho cercenando cartílagos, rasgando la piel, enterrándose
virulenta en las vísceras del hombre. Estertores de sangre dominan ya el ánimo
del caballero. Y la mano bizarra de la
bestia que compunge el gaznate de su víctima, presionando con tesón, sin
piedad.
Sus pisadas retumban sobre el mármol de la
sala, su sonido rebota en la tosca piedra que da forma al castillo. La
capa arrastrando por el suelo,
intentando recoger el rumor que producen
las grandes botas de cuero que visten al
valeroso hidalgo. La armadura da cobijo a los ropajes andrajosos que se puede
permitir. La barba le cubre el rostro, la melena recogida en una gran trenza y
la mano asiendo la empuñadura de su espada. Unos pasos más para plantarse
delante del rey…un poco más cerca…
― Vaya, vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? Un oso.
La voz del rey silencio el eco de las botas
hundiéndose en el mármol
― Un caballero. Respondió este.
― No me vengas con sandeces Lope. Sois osos.
Osos pardos no caballeros
― Para eso me ha mandado llamar…
― ¿Necesita un rey motivo alguno para no
llamar a quien le plazca?
Sin embargo... oso. Esta vez sí que hay un
motivo. Veras. Llamo al auxilio a tus osos, les necesito a ellos y te necesito
a ti. Lope
― Mi nombre es…
― ¡Tu nombre es el que yo decida, vasallo,
súbdito, plebeyo! ¡Y arrodíllate cuando te dirijas a tu rey!
No se arrodillo, tampoco dio contestación
alguna a aquel insulto e intento emprender la marcha hacia la salida, pero dos
guardias se lo impidieron agarrándole ambos de los brazos.
― Lope…Lope…Lope cada día más desobediente con
tu rey.
Como te decía, tú y tus osos haréis un trabajo
para mí. Los barbaros del este tienen ocupado el baluarte de Tirmes. Como
sabrás, mi hijo acaba de cumplir la mayoría de edad y necesito que se
independice, necesito que vea como es la vida fuera de mi protección y que
aprenda a gobernar. Pero, para eso, primero tendrá que conseguir manejarse solo
y el baluarte de Tirmes es un buen lugar. Ya me entiendes.
― ¿Me pides que vaya a la guerra con mis
caballeros, para que tu hijo pueda independizarse?
― ¡¡¡Te doy la razón por la que te mando a
luchar!!! Aunque bien podría callarme y hacer que solo cumplieses mi orden, sin
explicación alguna. Muchos dirían que soy un rey benevolente.
― Mis caballeros y yo no iremos a ningún sitio
― Veras Lope. No te lo estoy preguntando, no
tienes otra opción. Los osos pardos servís al rey os guste o no. Si desobedeces
a la corona te arrepentirás.
Este
giro sobre sí mismo, haciendo caso omiso a la amenaza del rey. Se movía colérico hacia la salida. Cuando la voz del
rey volvió a rugir.
― ¡Lug!
Se paró en seco, casi en el umbral de la
puerta.
―
Se lo que buscas, te conozco, conozco a los que son como tú. Buscáis la gloria,
anheláis que la gente pronuncie vuestros nombres, codiciáis el recuerdo eterno
de vuestras hazañas.
Haz el trabajo y prometo que después de esto,
tu nombre retumbará en los ecos de la eternidad.
Un silencio cerval, una respiración más
excitada de lo normal y la comisura de los labios que se mueve hasta formar una
mueca sonriente. Lug atravesó el umbral sin mirar atrás.
El rey soltó un último alarido que impregno
los entresijos del hombre.
― ¡Al alba un guía te estará
esperando en la salida del lago!
Lo
sujetabá en volandas solo con su enorme mano. La espada hace tiempo que la
separo de su cuerpo, dejando una herida abierta por la que se dispersaba la
sangre abyecta que envenenaba su cuerpo. El ser aprieta con más fuerza el
cuello, consiguiendo que el aire no llegue a alimentar los órganos que
sustentan al hombre mortal.
El sol ya ha salido en el este, adormecido,
casi melancólico, como si por alguna
extraña razón presintiese el dolor del que iba a ser testigo aquel cruel
amanecer. La mano intenta asirse al calor esperanzador de los rayos de un sol
que aún no calienta lo suficiente, el calor que huye del cuerpo dejando que el
molesto frio inunde la hechura de nuestro héroe. A lo lejos cerca del mar logra ver a una niña
y una mujer. Sonríen. Con lágrimas en los ojos, recuerda las últimas palabras
de su amada.
― Déjalo. Olvídate de todo ese manantial de
violencia, sé el hombre con el que me case. Anhelas la gloria y no te das
cuenta que ya la tenemos, no necesitamos más. Solo tú, yo y nuestra hija…
― No te vayas papá…
Intenta abrir los ojos, moverse, pero ya no le
queda vida, sin apenas percatarse se le ha escapado entre los dedos fríos y
pálidos…aunque sí que consigue mover los labios en un último susurro.
― Os quiero. Siempre os querré, espero que
algún día podáis perdonarme
Si
las cuerdas del violín no se hubiesen roto, habrían logrado que estas palabras
quedaran engarzadas en el aire, para que el trombón si todavía siguiese vivo
las desplazara por todo Silgar hasta llevarlas a oídos de su
mujer e hija. Quizás los coros podrían haber hecho algo en última estancia…pero
yacen moribundos e aquella triste llanura, henchida de una ruin mortandad.
Entonces, las taciturnas elocuencias de
nuestro héroe apenas se movieron del
lugar, sí que avanzaron un poco, seguramente hasta rozaron alguna nube, tal vez
incluso alguna letra quedó desperdigada y logro llegar al sol, pero los anhelos
del hombre quedaron sumergidos en aquel insidioso barrizal.