Primer movimiento.
Réquiem
Mozart
Introito
De
la eterna oscuridad
Fue
el fagot el que hizo que las nubes ásperas y llenas de ira, cabalgasen en pos
de aquella oscura tierra, una tierra lejana, perdida en el más triste de los
parajes y enterrada en lo más recóndito de los entresijos del ser humano.
Aquellas, se movían dichosas emitiendo
impulsos eléctricos, blandiendo entre si truenos agónicos y arrastrando una
espesa bruma que lo impregnaba todo a su paso, los altos alcornoques, la
virulenta maleza, la roca… esa que daba forma a enormes torreones y a grandes baluartes…
mientras quedaba aletargada en el espeso
aire, a la espera de algo más que devorar.
Fueron
las nubes las que arrebataron el color oscuro a la noche, transformando el
cielo en un tapiz gris, llenándolo de ceniza. Un adolorido clarinete consiguió
que la aciaga cólera quedara sumida en la nada, convirtiéndola en una tristeza
ruin. Colmadas de lágrimas se fundieron
con el agua que trasportaban y escupieron el odio que habían ido acumulando
durante siglos. Un grito agudo y todo exploto. Clarinete y fagot suenan al unísono.
Comienza el introito.
La primera lágrima fue absorbida sin esfuerzo
alguno por la vetusta tierra, hizo lo mismo con la segunda, la tercera y la
cuarta, pero las estas eran incontrolables y la tierra no tenía fuerza
suficiente para resistir la angustia de las desoladas nubes. Casi sin querer…
se dejó devorar por la afligida tristeza.
De
nuevo los truenos, de nuevo el temblor, de nuevo el clarinete y fagot y por fin
la súplica y el interminable llanto.
El hombre
se despertó con el chirriar de la puerta al abrirse, con el estridente sonido
de las bisagras emitiendo gritos de dolor, un dolor viejo, antiguo, un dolor
que había permanecido dormido durante años. Mientras la puerta continuaba su
viaje interminable hacia su más próximo asidero, el hombre
seguía sin vislumbrar nada, tuvo que esperar a que su mente aletargada por aquel ensueño que
le gobernaba, diera el permiso necesario
a sus ojos, para que estos, ávidos de la necesidad de obrar, dejasen entrar algo
de luz, una luz sin embargo que no lo
era tanto, pues era la oscuridad la que henchía aquella vieja mazmorra. El
prisionero abrió poco a poco los parpados, pesados como yunques, dejo que la
atmosfera que envolvía la estancia rozara
despacio sus decrepitas pupilas, estas se dilataban y contraían para
acostumbrarse a la nueva situación y con ello conseguir entrever, quien abría la puerta. ¿Cuánto
hacia que no utilizaba los ojos? No tardo en descubrir que allí solo estaba él
y que aquel portón carcomido no estaba siendo movido por nadie.
― ¡¡¡Hola!!!
Su
voz quebrada retumbo por las piedras que daban forma a la mazmorra, esas que le
resguardaban de la colérica lluvia. Miro alrededor descubriendo adoquines
primitivos cubiertos de gusanos que socavaban piedra a piedra, convirtiéndolos en polvo, un polvo que se amontonaba a los
pies de los muros, un polvo que recubría lo que parecían restos de algún ser
vivo. No muy lejos escucho el cloquear del agua golpeando la piedra…Cloc cloc
cloc. Aquel sonido despertó en el hombre una sed voraz. ¿Cuánto hacia que no bebía?
El rumor del viento le hizo estremecerse, su cuerpo presa del frio comenzó a
temblar, sus dientes emprendieron una ardua tarea, costosa en un principio,
pero cada vez menos trabajosa, poco a poco fueron esforzándose
por acallar el cloquear del agua, golpeándose entre si. El hombre intento
refugiarse bajo las telas de su ropaje, un
ropaje deslustrado, turbio, y andrajoso. Su tez estaba cubierta por una
barba espesa, junto con una melena pelirroja, sus ojos marrones no dejaban de
observar aquella mazmorra solitaria.
―
¿Dónde estoy? ― Susurro. Un susurro que hizo que se le erizara el vello del
cuerpo… y por un momento lo comprendió,
lo hizo al oír el eco de su voz retumbando en el vacío de aquella mezcolanza de
piedras y arena, se dio cuenta en el instante en que su voz quedo absorbida por
la quietud de aquella lúgubre estancia.
― Estoy
solo.
Intento levantarse, dejando
que sus piernas afanosas de movimiento, poco a poco tomaran conciencia de
quienes eran e hiciesen su trabajo, sujetar aquel ser…
― ¿Quién soy?
Una vez en pie, una vez que su cuerpo estuvo
dispuesto a caminar, oteó en la piedra un agujero del tamaño de su brazo,
vislumbró dentro de este un aletazo de luz, unos cuantos movimientos flexibles y rápidos de algo que
danzaba en el interior. Se movió rápido sin apenas pensarlo, el brazo que
llevaba dormido una eternidad salió disparado en pos de aquello que no dejaba
de agitarse, agarró con sus dedos duros y fríos aquella amalgama de pelo y músculos,
sintió en su piel el calor del animal. Era un calor embriagador excelso de
vida. Cuando saco la mano del ponzoñoso agujero donde la había metido, se percató
de lo que era… una rata, apenas se entretuvo, apenas disfruto de la caza,
directamente se la metió en la boca y la mordió, mientras esta chillaba,
mientras intentaba asirse de los dientes feroces de aquel semejante, este
disfruto de su calor, agradeció la sangre discurriendo por sus labios, gozó
mordisqueando la carne, para luego estremecerse sintiendo su sabor. ¿Cuánto
hacia que no comía?
Se
quedó de pie en el umbral de la puerta, unas escaleras largas y oscuras
descendían hacia el infinito. Asomo un poco más la cabeza hacia aquella
penumbra y volvió a farfullar.
― ¿Hola?
El
sonido descendió escaleras abajo perdiéndose en la oscuridad. No hubo
respuesta. Una vez más el silencio absorbió su voz. Fue un momento después
cuando decidió descender hacia la penumbra, aunque no sin temor, y sin que se
le estremeciese todavía más el corazón. Dio un paso, luego otro, se descubrió
descendiendo con más valor del que creía, sus pasos retumbaban en la inmensidad
del vacío, en la infinita oscuridad, sus manos asidas a las paredes daban
seguridad al resto del cuerpo, quiso encontrar su voz, estaba dispuesto
hacerlo. ― Alguien me ha tenido que oír. ¿Dónde está todo el mundo? ― Levanto la vista de los escalones al
percatarse de un ápice de luz que entraba al final de estas. Comenzó a
descender más y más rápido, ya no
necesitaba las manos, corría sin ningún tipo de apoyo. La luz cada vez más
grande, cada vez más cerca… y el hombre que se bloquea, taciturno, cuasi
insípido, relleno de hollín, de una burda longevidad. Su razón, deambulando de
un lado a otro en pos de alguna conjetura plausible, en aquella atmosfera
envenenada de una oscura embriaguez…las notas, el violín, los coros, aquel
silencio cerval, aquella claridad tan lejana…pero el cuerpo se debilita bajo
aquel arco que compunge las rocas, las que dan paso hacia una palpable
mortandad.
Tanto
tiempo esperando, tanto terror acumulado, tanta desdicha. Pasó mucho tiempo
antes de que este decidiese poner rumbo a aquella suerte de bosque enfermizo.
Más fueron sus pies los que decidieron dar el paso y avanzar, dejando a la
lacónica razón envuelta en una vorágine de locura y desesperación. El viento
azuzo sus ropas y acaricio su tosca piel, sus cochambrosas sandalias peinaban
la hierba que se movía bajo sus pies, las manos intentan asirse al aire, que
por un momento parece envolver al hombre, ahora perdido en aquella selva
oscura. Entonces levanta la vista hacia el vacío estelar, pero no recuerda el
nombre de ningún Dios al que rezar, las estrellas lo observan perezosas, como
ocultando la aparente verdad, una realidad tan absurda que hace que nuestro
hombre, no sea si no una diminuta nota
en aquella enorme partitura.
Después
contemplo desolado la torre donde había estado encerrado, vislumbró aquella
estructura ruinosa, que se encontraba en medio del claro de un bosque. Este
estaba lleno de abetos malogrados, más bien espantajos oscuros y mal cuidados, cosas deformes y
grotescas sin una chispa de color. Ahora bien en toda aquella planicie he
incluso dentro del bosque, el silencio lo envolvía todo, no se oían pájaros, no
cantaban grillos, no crujían las ramas, era el silencio quien abarcaba todo y
era un silencio cerval, espelúznate, un silencio sin embargo que no lo era
tanto para poder alcanzar el sueño apaciblemente.
Concluyo seguir caminando, hacia cualquier
dirección, daba igual, todo estaba cubierto de un manto de árboles enormes. Una vez dentro del bosque se dio cuenta de que
la oscuridad era incluso más agresiva
que en el claro, y el silencio mucho más aterrador.
Llevaba
mucho tiempo caminando, ya no se acordaba del sabor de la rata, y el silencio
no lo era tanto gracias a su estómago, por suerte la oscuridad también menguó
gracias a que sus pupilas se acostumbraron pronto a la oscuridad.
Mientras
el hombre sigue a su paso, mientras el silencio lo abarca todo. Nosotros de la
lejanía como fundiéndose con la oscuridad oímos el fagot con el que ha dado
inicio el introito. El hombre sigue perdido, inundado por la oscuridad,
abrazado por los enormes sauces y envuelto en el silencio. Pero para nosotros
todo se mueve con ese fagot solitario que de nuevo ha comenzado a sonar. Pronto durante ese mismo caminar notó que el
suelo comenzaba a temblar, no era una vibración fuerte ni exagerada como las
que suelen traer los terremotos, era un vibrar suave y sosegado, acompañado por
un adolorido y encantador clarinete que en ese instante vuelve fundirse con el
fagot. Él hombre se detuvo, creía también haber oído algo, era como…el batir de
unas alas, no podía ser un pájaro pues sonaba tan cerca y tan fuerte que tenia
que ser algo mayor. ― ¿Un buitre? No, es
mucho más grande― El caminante se resguardo asustado bajo uno de los árboles,
puso más atención al ruido, mirando a la excelsa oscuridad. Descubrió unos ojos
rojos bien grandes. ― Sabía que no podía ser un buitre― Aprecio una enorme
silueta acercándose a gran velocidad, escucho más fuerte el batir de las alas, un bálsamo a quemado inundo sus fosas nasales,
y después de una larga espera lo vio…tan grande como el bosque, tan negro como
el cielo. Los violines comienzan a
sollozar, dejando en un segundo plano al fagot y clarinetes, pareciendo que
presienten la llegada de aquella infame criatura, acompasando su vuelo desde
las estrellas.
Se
posó con sus enormes garras sobre los árboles, estos sufrían aguantando el peso
de aquel, sus enormes alas se cernieron sobre su cuerpo abrigándolo del frio,
observó al hombre con sus enormes ojos rojos. Y el simple mortal que se
arredra, que busca cobijo entre sus rodillas porque apenas se atreve a mirar.
Fagot, clarinete y violín suenan al unísono. La criatura acerco sus fauces al
semejante aterrorizado y rujió, tan fuerte que rompió el silencio que lo había
gobernado a este desde que despertara, despertó cuervos que comenzaron a
graznar, y sacudió árboles, que a punto estuvieron de caer. El hombre se tapó
los oídos pero le fue imposible apaciguar aquel fulgor sonoro. ― ¡¡¡Humano!! ― Pronuncio y después aquella
bestia gigante desapareció, con la misma rapidez que vino, camuflándose entre
la oscuridad.
Ahora
bien cuando aquella suerte de bestia malograda hubo desaparecido y una vez que
el alma de aquel pobre hombre encontró un resquicio de paz, resolvió seguir
caminando. Tenía que hacerlo, salir de allí lo más rápido posible. ¿Pero a
dónde? Mientras se movía sin un destino concreto, una voz
suave y melancólica le hizo detenerse.
― ¿Qué
haces por aquí joven heraldo?
La
anciana salió de una especie de casucha que el hombre no había logrado
ver. Su tez diezmada por la edad y llena de surcos no
permitía ni una arruga más, iba tapada con un pañuelo y un largo vestido negro,
ya no le quedaban dientes y sus dos ojos eran completamente blancos.
― ¿Quién
eres? Pregunto el hombre
― ¿Qué quién soy?
Simplemente soy, que ya es mucho en este lugar.
― ¿Quién soy yo entonces?
― Una pregunta bastante difícil de responder,
deberías conformarte con estar vivo.
― No es suficiente, necesito
saber quién soy.
― Morirás como otros antes que tú
―
¿No lo estoy ya?
―
Si, tal vez.
― He visto ¿un dragón?, o al menos eso creo,
era negro con los ojos…
― Rojos.
― Sí. Creía que no existían
― Creemos tantas cosas joven heraldo, que
podrías llegar a sorprenderte. Nelgar,
así es como se llama, puede adoptar muchas formas, tantas como miedos
existen en el hombre. Lo que ahora me inquieta es porque lo has visto, porque
ha venido a ti. Ven acércate deja que vea tus ojos. Vaya…vaya…vaya… jamás había
visto nada igual de tantos que han pasado por aquí, quizá tengamos un pizca de
esperanza contigo.
― Puedes decirme entonces donde estoy. Y ¿Por qué no hay
nadie? ¿Qué ha pasado?
― Puedo decirte tantas cosas, la cuestión es si debo, o
si recuerdo algo, todo cuanto paso esta tan lejos en el tiempo que ni yo
alcanzo a recordar.
Recuerdo que Nelgar abrió
las puertas del inframundo. Nadie sabe cómo, ni siquiera sabíamos de su
existencia. Después lleno el cielo de su oscuridad dejándonos sin luz. Libero
bestias deformes, ejércitos de no muertos abrigados de armaduras grotescas. Recuerdo
que reyes de todo el mundo se unieron para luchar. Pero bajo los abismos del
inframundo Nelgar guardaba un secreto mayor que todos sus no muertos, un
secreto mucho más terrible y voraz…Dragones.
Después todo es oscuridad,
desesperación, y silencio…sobre todo silencio.
― ¿Por qué no recuerdo nada, ni si quiera mi nombre?
― Yo puedo darte un nombre si tanto lo anhelas, pero el
tuyo propio por el que una vez se te conoció, hace tiempo que desapareció, no
tienes pasado, al igual que tampoco tendrás futuro…aunque tus ojos. Ven quiero
darte algo.
La anciana hizo pasar al
hombre a su casucha, abrió un pequeño baúl y le dio una armadura de bronce,
negra como el carbón, con una cabeza de león tallada en el pecho y una alabarda
que solo era capaz de mover con las dos manos.
― Pero… ¿No se utilizarla? Además ¿Cómo va esto a
ayudarme a saber quien soy?
― Joven heraldo, terco como una mula. Sin esto, no podrías
seguir vivo. Todavía deberías de darte con una pica en esa dentadura tuya, de
haber llegado hasta aquí sin un rasguño.
Veras…una vez oí, que no muy
lejos de aquí existe una montaña enorme. Tan alta que ni los carroñeros de los
buitres son capaces de llegar. Allí en su cima hay un santuario. O al menos eso
creo, como digo no son mas que chismes de una anciana que apenas recuerda que
comió ayer. Dentro del santuario debe de haber un espejo gigante dicen que si
eres capaz de plantarte delante de él puede contarte quien eres. Pero nadie ha
vuelto con vida para saberlo con certeza.
― ¿Cómo llego hasta allí? ¿Cómo se llama ese monte?
― Son muchas preguntas para una anciana como yo. Y veo
que tienes una intrínseca obsesión con eso de ponerle nombre a todo. Bien.
Llamémosle monte perdido. En cuanto a la dirección creo que tendrás que seguir
los arboles, hazlo hasta que dejen de existir, quizá entonces logres ver la
montaña. Aunque puede que me equivoque.
― Pero no me das ninguna solución.
― Tampoco la necesitas, mi misión esta hecha, tienes tu
armadura y portas tu alabarda. En cuanto a mí…
El ruido de un trueno ensordecedor
hizo vibrar la casucha, la túnica que envolvía el cuerpo de la anciana callo
vacía al suelo. Aquella suerte de vísceras músculos y voz que daban forma a
aquel cuerpo casi moribundo había desaparecido.
Y ahora el fagot…quizás el
clarinete o acaso los coros y la testarudez de un melancólico violín. Y la voz
del hombre saliendo de sus entrañas con un terror absoluto.
― Monte perdido.